Justificación
El deber cristiano de la lucha

En el concepto antropológico genuinamente cristiano, el hombre sabe que, así como su inteligencia reclama la Verdad y su sensibilidad la Belleza , su voluntad anhela, busca y desea el Bien.

Pero ese Bien no se consigue sin esfuerzo, no se conquista sin fatiga, no se alcanza sin el combate decidido y perseverante. Es por eso que la voluntad reclama el sostén de una gran virtud cardinal: la virtud de la fortaleza.

Por la fortaleza, el hombre está dispuesto a caer, a ser herido, a resultar lastimado y vulnerado con tal de que el Bien se alce victorioso. La vocación más íntima y más noble del fuerte es, pues, la del testigo ; esto es, la del mártir.

Si la educación no puede desvincularse de la obligación de forjar las virtudes, mucho menos puede descuidar el cultivo de la fortaleza, sin la cual, el hombre es débil y pusilánime, y queda a merced de la prepotencia del mundo con su red de mentiras.

Urge entonces una pedagogía del buen combate , como lo llamó con palabras inspiradas el Apóstol San Pablo. Buen combate aquí, en la tierra, en la comarca terrena en la que el Señor nos ha colocado. Batalla noble e irrenunciable en honor de las tres filiaciones que naturalmente nos distinguen, la divina, la histórica y la carnal. O dicho más rotundamente: en pro de Dios, la Patria y el Hogar. Buen combate, en suma, que ha de comenzar a enseñarse en la casa, para prolongarse a través de toda nuestra existencia, mediante el ejemplo y la palabra de los grandes maestros de la ascética.

No es una decisión optativa, no es una alternativa posible, ni es tampoco un objetivo negociable. Es una obligación y un imperativo, un mandato y un juramento . Es el deber cristiano de la lucha . El el firmísimo compromiso de convertirse en un apóstol militante. O como bien se decía en los tradicionales siglos medievales: en un soldado de Cristo Rey.

Sin embargo, debe entenderse rectamente y en forma completa esta valiosa noción.

Por un lado, y en primerísimo lugar, la lucha aquí mencionada tiene una dimensión espiritual, interior, de clara perspectiva sobrenatural. Se trata de la lid contra las pasiones desordenadas, contra el pecado, contra los vicios y las miserias morales de todo tipo. En esta conflagración se juega nuestra vocación por la santidad, nuestro perfeccionamiento personal, nuestro propósito de ser creaturas a imagen y a semejanza del Creador.

Con toda razón el Catecismo nos recuerda que el alma tiene enemigos, que son el mundo, el demonio y la carne. Contra los tres hemos de estar en pugna, y en esa pugna nos jugamos la Vida Eterna.

Pero puede suceder -y de hecho ha sucedido muchas veces en la historia de la Cristiandad- que el Señor nos pida la prueba de la otra lucha, de la difícil pero legítima reacción física y armada para custodiar la Fe de quienes criminalmente la ataquen; o el solar patrio de sus injustos invasores, o la Santa Tradición de sus pérfidos contrincantes. Es en estos casos cuando el deber cristiano de la lucha se convierte en guerra justa, y suscita la conducta heroica de los bautizados fieles y valientes. Sucedió en Francia, en España, en Rusia; y sucedió en el México Cristero, cuyas armas bendijo la Iglesia y cuyos mártires hoy pueblan los altares, sobre todo en Jalisco.

El cristiano, puesto ante esta difícil aunque legítima prueba, debe pedir el don y la gracia de la fortaleza para no abdicar. A imitación de los grandes paladines, que dieron su sangre por la Realeza de Jesucristo.

Bien decía San Bernardo de Claraval que el bautizado debe estar preparado para este doble deber de la lucha sin cuartel. Y en ambas instancias debe llevar comprometido todo su ser, tan revestido con "el casquete de la Fe " como con "la coraza de hierro". Poderosamente armado de las dos espadas paulinas, su intrepidez y su seguridad no tendrán rivales. Arrollarán a su paso al vicio y la impostura, a la infidelidad y a la herejía.

Una consigna les propone Bernardo a estos hombres singulares y es la consigna paulina: "Vivamos o muramos, somos de Dios" (Rom. 14,8). "Pues el peligro o la victoria del cristiano se debe considerar no por el suceso del combate, sino por el afecto del corazón. Si la causa de aquel que pelea es justa, su éxito no puede ser malo, así como el fin no puede ser bueno si es defectuoso su motivo y torcida su intención".

Vivimos tiempos tensos, extremos. Tal vez (aunque no podamos afirmarlo tampoco podemos descartarlo) tiempos terminales. En ese caso hemos de dejarnos guiar por la esperanza que surge del Apocalipsis. Porque contrariamente a lo que se cree, el Apocalipsis, como bien dice el Padre Castellani, no es un libro de amenazas lúgubres, sino de esperanza sobrenatural en la Victoria Final del Rey de Reyes.

Y si nos dejamos guiar por esa fundada esperanza, hemos de saber también, que María Santísima aplastará la cabeza de la Serpiente.

Es hora, pues, si aún no lo hemos hecho, de que nos encolumnemos en esta lucha. Lo que está en juego merece la pena. Porque lo que está en juego es el Cielo. Y el Señor nos lo tiene prometido sólo si somos capaces de luchar hasta el final.

 
 

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